Náufragos Celestes

martes, 6 de septiembre de 2016

Un tardío lo siento...

(...)Bertrand se detuvo, había dejado atrás las interminables escaleras y ahora chocaba con una puerta  con dos batientes enormes. La antorcha descubrió las bestias que sobresalían de su cuerpo. En el centro un macho cabrio castrado a punto de ser decapitado por una bruja; en los extremos, pueblos en guerra; arriba, el demonio, sus brazos abarcaban todo y su sonrisa parecía oírse en las sombras. 
Coronando aquella blasfemia había una inscripción:

"La mort n'est pas la fin. Ici tu connaîtras la douleur éternelle"

Al colocar sus manos sobre las figuras sintió que un frío inexplicable atravesaba sus guantes y le helaba las manos por completo. Empujó con todas sus fuerzas y tras oír un lejano y cavernoso lamento la puerta comenzó a ceder. 
Bertrand dio unos pasos dentro del gran salón con la mano sobre la empuñadura de su espada. Su expresión era de confusión, no había objeto alguno sobre el cual posar la mirada. No había estatuas ni ornamentos, cofres o escalones, pilares o cortinas; solo paredes distantes de las que brotaba una luz blanquecina. En aquel lugar no había sombras, ni siquiera la suya. Se dio vuelta para ver el camino por el que había venido y sus ojos dieron con la otra cara de la puerta. No había hecho sonido alguno al cerrarse pero ahora emitía un leve murmullo; era el llanto y gemido de miles de personas que sobresalían de ella y sufrían al unísono.

Mientras observaba los horrores del castigo eterno el suelo se estremeció y en el otro extremo de la habitación apareció una abertura, una rasgadura en la tela de la realidad; el caballero se tambaleó y un viento furioso lo empujó en su dirección; a través de ella vio innumerables estrellas y nubes incandescentes. 
Todo volvió a la calma cuando una figura pasó de aquel cielo oscuro al interior del salón.




El vestido era blanco, un velo le cubría el rostro. Los brazos y piernas eran muy largos, llevaba guantes y una corona que exhalaba oscuridad.

No hubo presentación, ella conocía a todos los que viven y murieron y Bertrand la había conocido a ella tiempo atrás, cuando lo visitó en su propia casa. Recordaba su delicado caminar, la gracia en cada movimiento de su cuerpo, la aparente suavidad con la que posó sus manos sobre la cabeza y vientre de su esposa para llevársela junto al que hubiese sido su hijo.

La mujer aguardaba inmóvil, confundida al ser tomada por sorpresa en su propia morada.

-¿Sabes por qué he venido?- preguntó el caballero. Ella no contestó.
-Me tomó años de estudio conocer la existencia de este lugar y otros tantos encontrarlo. Viajé  dejando atrás océanos y montañas, rompí todos los mandamientos sagrados de mi orden y alma para poder encontrarte. Lo único que quiero es que hagamos un pacto;  te pido que me escuches, si lo que digo resulta ser cierto, quiero que por favor acabes con mi vida... si es falso podrás cumplir con la maldición de esta habitación o hacer de mi lo que quieras.

Ella permaneció inmutable.

-Nunca tuve mucha suerte en mi vida, cometí más errores que la mayoría y sus consecuencias nunca se hicieron esperar. Cuando me nombraron caballero por el valor demostrado en la defensa de la ciudad sagrada Deiji Agrad era muy joven para entender que esa posición de honor acarreaba compromisos ineludibles. Defendí la ciudad para salvar la vida de mi esposa Diana y aparentemente haber ayudado en la victoria no era suficiente. Hay obsequios que se aceptan a costa de lo más importante.
Nunca pedí ser parte de La Marcha Sangrienta. Durante esos años sobreviví a innumerables batallas y emboscadas, creí que dios debía amarme, nunca tomé una vida prematuramente ni herí a indefensos, lo único que quería era volver con Diana, poder abrazarla todas las noches y tener una vida sana y tranquila.
Con cada vida que tomaba sabía que me alejaba más de ella...y no me equivoqué. Cuando por fin la guerra terminó, después de tantos años y amigos perdidos, volví solo para ver como tú me la arrebatabas. Estuve a punto de ser presa de la locura, el odio se apoderó de mi, odio a dios y al demonio, hasta que lo recordé...
Yo te había visto en el pasado pero no te conocía, en aquel entonces llevabas armadura, visitabas los campos de batalla encarnada, otorgabas muerte a diestra y siniestra y cuando la carnicería terminaba  permanecías distante, no hablabas con nadie...pero me observabas.
Después de contarle todo, Diana me había dicho que en efecto dios debía amarme por permitirme volver a casa, quién hubiese dicho que era el amor del dios equivocado.
Cuando leí sobre la existencia de este lugar todos pensaron que estaba loco por intentar encontrarlo, no podía decirles que yo sabía que lo lograría, que sin importar los peligros y maldiciones llegaría a destino, porque La Muerte me amaba...
 se enamoró de mi durante la peor de las matanzas en una tierra olvidada por los demás dioses.


-Ahora es tu momento para hablar Muerte, dime si estoy equivocado o digo la verdad, dime si no fue tu amor lo que me mantuvo con vida todos estos años, incluso si no es lo que me esta manteniendo con vida en esta habitación fuera del mundo. Por mi parte lamento no poder ni haber podido corresponderte, pero mi corazón pertenecía  a la mujer que te llevaste mucho antes de su tiempo. Con ella también partió él, por lo que te pido que termines el trabajo que dejaste inconcluso hace ya tantos años.

Bertrand puso una rodilla en tierra y cerró los ojos. La Muerte se acercó lentamente y se inclinó delante suyo, detrás del velo los ojos brillaban oscuros. Se quitó los guantes y abrazó al caballero, éste escuchó la voz de Diana llamándolo a través de un campo lejano y dejó de respirar.
Sobre su rostro cayeron las lágrimas de La Muerte juntas a un tardío
"lo siento"